viernes, diciembre 10, 2010

“La novela como hecho cosmológico”, de Umberto Eco







Considero que para contar lo primero que hace falta es construirse un mundo lo más amueblado posible, hasta los últimos detalles. Si construyese un río, dos orillas, si en la orilla izquierda pusiera un pescador, si a ese pescador lo dotase de un carácter irascible y de un certificado de penales poco limpio, entonces podría empezar a escribir, traduciendo en palabras lo que no puede no suceder. ¿Qué hace un pescador? Pesca (y ya tenemos toda una secuencia más o menos inevitable de gestos). ¿Y qué sucede después? Hay peces que pican, o no los hay. Si los hay, el pescador los pesca y luego regresa contento a casa. Fin de la historia. Si no los hay, puesto que es irascible, quizá se ponga rabioso. Quizá rompa la caña de pescar. No es mucho, pero ya es un bosquejo. Sin embargo, hay un proverbio indio que dice: «Siéntate a la orilla del río y espera, el cadáver de tu enemigo no tardará en pasar». ¿Y si la corriente transportase un cadáver, posibilidad contenida en el campo intertextual del río? No olvidemos que mi pescador tiene un certificado de penales sucio. ¿Correrá el riesgo de meterse en líos? ¿Qué hará? ¿Huirá, se hará el que no ve el cadáver? ¿Tendrá la conciencia sucia porque, al fin y al cabo, es el cadáver del hombre que odiaba? Irascible como es, ¿montará en cólera por no haber podido consumar él mismo la anhelada venganza? Ya lo veis, ha bastado amueblar apenas nuestro mundo para que se perfile una historia. Y también un estilo, porque un pescador que pesca debería imponerme un ritmo narrativo lento, fluvial, acompasado a su espera, que debería ser paciente, pero también a lo; arrebatos de su impaciente iracundia. La cuestión es construir el mundo, las palabras vendrán casi por sí solas. Rem tene, verba sequentur. Al contrario de lo que, creo, sucede en poesía: verba tene, res sequentur.

El primer año de trabajo de mi novela estuvo dedicado a la construcción del mundo. Extensos registros de todos los libros que podían encontrarse en una biblioteca medieval. Listas de nombres y fichas censuales de muchos personajes, muchos de ellos excluidos luego de la historia. Porque también tenía que saber quiénes eran los monjes que no aparecen en el libro: no era necesario que el lector los conociese, pero yo debía conocerlos. ¿Quién dijo que la narrativa debe hacerle la competencia al Registro Civil? Pero quizá también deba hacérsela a la Asesoría de Urbanismo. De allí las extensas investigaciones arquitectónicas, con fotos y planos de la enciclopedia de la arquitectura, para determinar la planta de la abadía, las distancias, hasta la cantidad de peldaños que hay en una escalera de caracol. En cierta ocasión, Marco Ferreri me dijo que mis diálogos son cinematográficos porque duran el tiempo justo. No podía ser de otro modo, porque, cuando dos de mis personajes hablaban mientras iban del refectorio al claustro, yo escribía mirando el plano y cuando llegaban dejaban de hablar.

Para poder inventar libremente hay que ponerse límites. En poesía, los límites pueden proceder del pie, del verso, de la rima, de lo que los contemporáneos han llamado respirar con el oído... En narrativa, los límites proceden del mundo subyacente. Y esto no tiene nada que ver con el realismo (aunque explique también el realismo). Puede construirse un mundo totalmente irreal, donde los asnos vuelen y las princesas resuciten con un beso: pero ese mundo puramente posible e irreal debe existir según unas estructuras previamente definidas (hay que saber si es un mundo en el que una princesa puede resucitar sólo con el beso de un príncipe o también con el de una hechicera, o si el beso de una princesa sólo vuelve a transformar en príncipes a los sapos o, por ejemplo, también a los armadillos).

También la Historia formaba parte de mi mundo. Por eso leí y releí tantas crónicas medievales, y al leerlas me di cuenta de que la novela debía contener elementos que al comienzo ni siquiera había rozado con la imaginación, como las luchas en torno a la pobreza o los procesos inquisitoriales contra los fraticelli. Por ejemplo, ¿por qué en mi libro aparecen los fraticelli del siglo XII? Si debía escribir una historia medieval, hubiese tenido que situarla en el siglo XIII, o en el XII, que conocía mejor que el XIV. Pero necesitaba un detective, a ser posible inglés (cita intertextual), dotado de un gran sentido de la observación y una sensibilidad especial para la interpretación de los indicios. Cualidades que sólo se encontraban dentro del ámbito franciscano, y con posterioridad a Roger Bacon; además, sólo en los occamistas encontramos una teoría desarrollada de los signos; mejor dicho, ya existía antes, pero entonces la interpretación de los signos era de tipo simbólico o bien tendía a leer en ellos la presencia de las ideas y los universales. Sólo en Bacon y en Occam los signos se usan para abordar el conocimiento de los individuos. Por tanto, debía situar la historia en el siglo XIV, aunque me incordiase, porque me costaba moverme en esa época. De allí nuevas lecturas, y el descubrimiento de que un franciscano del siglo XIV, aunque fuera inglés, no podía ignorar la querella sobre la pobreza, sobre todo si era amigo o seguidor o conocido de Occam. (Dicho sea de paso, al principio decidí que el detective fuese el propio Occam, pero después renuncié, porque la persona del Venerabilis Inceptor me inspira antipatía).

Pero, ¿por qué todo sucede a finales de noviembre de 1327? Porque en diciembre Michele da Cesena ya se encuentra en Aviñón (en esto consiste amueblar un mundo en una novela histórica: algunos elementos, como la cantidad de peldaños, dependen de una decisión del autor; otros, como los 30 movimientos de Michele, dependen del mundo real, que, por ventura, en este tipo de novelas viene a coincidir con el mundo posible de la narración).

Pero noviembre era demasiado pronto. En efecto, también necesitaba matar un cerdo. ¿Por qué? Muy sencillo: para meter un cadáver cabeza abajo en una tinaja llena de sangre. ¿Por qué necesitaba hacerlo? Porque la segunda trompeta del Apocalipsis anuncia que... El Apocalipsis era intocable porque formaba parte del mundo. Pues bien, sucede que los cerdos (como averigüé) se matan cuando hace frío, y noviembre podía ser demasiado pronto. Salvo que situase la abadía en la montaña, de forma que ya hubiera nieve. Si no, mi historia hubiese podido desarrollarse en la llanura, en Pomposa o en Conques.

El mundo construido es el que nos dirá cómo debe proseguir la historia. Todos me preguntan por qué mi Jorge evoca, por el nombre, a Borges, y por qué Borges es tan malvado. No lo sé. Quería un ciego que custodiase una biblioteca (me parecía una buena idea narrativa), y biblioteca más ciego sólo puede dar Borges, también porque las deudas se pagan. Y, además, la influencia del Apocalipsis sobre todo el Medioevo se ejerce a través de los comentarios y miniaturas españolas. Pero cuando puse a Jorge en la biblioteca aún no sabía que el asesino era él. Por decirlo así, todo lo hizo él solo. Que no se piense que ésta es una posición «idealista», como si dijese que los personajes tienen vida propia y que el autor, como un médium, los hace actuar siguiendo sus propias sugerencias. Tonterías que pueden figurar entre los temas de un examen de ingreso a la universidad. Lo que sucede, en cambio, es que los personajes están obligados a actuar según las leyes del mundo en que viven. O sea que el narrador es prisionero de sus propias decisiones iniciales.

Otra historia curiosa fue la del laberinto. Todos los laberintos que conocía -y tenía a mi disposición el bello estudio de Santarcangeli- eran laberintos al aire libre. Los había bastante complicados y llenos de circunvoluciones. Pero yo necesitaba un laberinto cerrado (¿habéis visto alguna vez una biblioteca al aire libre?) y si el laberinto era demasiado complicado, con muchos pasillos y salas internas, la aireación sería insuficiente. Y para alimentar el incendio (eso sí que lo tenía claro: al final el Edificio debía arder; pero también por razones cosmológicohistóricas: en el Medioevo las catedrales y los conventos ardían como cerillas; imaginar una historia medieval sin incendio es como imaginar una película de guerra en el Pacífico sin un avión de caza que se precipita envuelto en llamas) se necesitaba una buena aireación. Así fue como durante dos o tres meses me dediqué a construir un laberinto idóneo, y al final tuve que añadirle troneras, porque, si no, el aire hubiese seguido siendo insuficiente.






en Apostillas a El nombre de la rosa, 1985