domingo, marzo 26, 2017

“El comunismo de Broadway y Hollywood”, de Ludwig von Mises




 
Las masas, cuyo nivel de vida ha elevado el capitalismo, abriéndoles las puertas al ocio, quieren distraerse. La multitud abarrota teatros y cines. El negocio del espectáculo es rentable. Los artistas y autores que gozan de mayor popularidad perciben ingresos excepcionales. Viven en palacios, con piscinas y mayordomos; no son, desde luego, prisioneros del hambre. Hollywood y Broadway, los centros mundiales de la industria del espectáculo, son, sin embargo, viveros de comunistas. Artistas y guionistas forman la vanguardia de todo lo prosoviético.

Varias explicaciones han sido formuladas para explicar el fenómeno. Casi todas ellas contienen una parte de verdad, Olvídase, no obstante, por lo general, la razón principal que impulsa a tan destacadas figuras de la escena y la pantalla hacia las filas revolucionarias.

Bajo el capitalismo, como tantas veces se ha dicho, el éxito económico es función del aprecio que el soberano consumidor conceda a la actuación del sujeto. En este orden de ideas, no hay diferencia entre la retribución que percibe por sus servicios el fabricante y las que, por los suyos, obtienen productores, artistas o guionistas. Pese a tal similitud, la apuntada realidad inquieta mucho más a quienes forman el mundo de las tablas que a quienes producen bienes tangibles. Los fabricantes saben que sus cosas se venden en razón a ciertas propiedades físicas. Confían en que el público continuará solicitando tales mercancías mientras no aparezcan otras mejores o más baratas, ya que no parece probable varíen las necesidades que con estos artículos se satisfacen. Puede el empresario inteligente prever, hasta cierto punto, la posible demanda de tales bienes; y, con algún grado de seguridad, cábele contemplar el futuro. Pero ya no sucede lo mismo en el terreno del espectáculo. La gente busca diversiones porque se aburre; pero nada hastía tanto al espectador como lo reiterativo; cambios, variedades, resultan imprescindibles; se aplaude lo novedoso, lo inesperado, lo sorprendente. El público, caprichoso y versátil, desdeña hoy lo que ayer adoraba. Por eso, a la escena y a la pantalla atemoriza tanto la volubilidad de quienes, en taquilla, pagan. La gran figura amanece un día rica y famosa; mañana, en cambio, puede hallarse relegada al olvido; le atribula la ansiedad de que su futuro enteramente depende de los caprichos y antojos de una muchedumbre sólo ansiosa de diversiones. Teme siempre, como el célebre constructor de Ibsen, a los nuevos competidores; a la vigorosa juventud que, un día inexorable, por desgracia, le arrumbará.

Difícil resulta, desde luego, acallar tamaña inquietud. Quienes la padecen se agarran a cualquier ilusión, por fantástica que sea. Llegan incluso a creer que el comunismo les liberará de tanta tribulación. ¿No dicen, acaso, que el colectivismo hará a todo el mundo feliz? Escritores eminentes ¿no proclaman a diario que el capitalismo constituye la causa de todos los males y que, en cambio, el laboralismo remediará cuantas desgracias hoy abruman al trabajador? Si actores y artistas, con tanto ahínco, cuanto tienen dan, ¿por qué no debe considerárseles a ellos trabajadores también?

Cabe afirmar, sin temor a caer en falsedad, que ninguno de los comunistas de Hollywood y Broadway examinó jamás los textos teóricos del socialismo; y menos aún se preocupó de echar ni un vistazo siquiera a los tratados de economía de mercado. Precisamente por esto, todas esas glamour girls, bailarinas y cantantes, todos esos guionistas y directores, que tanto pululan, ilusiónanse pensando que sus particulares cuitas quedarán remediadas tan pronto como los expropiadores sean expropiados.

Hay quienes responsabilizan al capitalismo de la estupidez y zafiedad de la industria del espectáculo. No discutamos ahora el fondo del tema. Conviene, en cambio, resaltar aquí que ningún otro sector apoyó al comunismo con mayor entusiasmo que quienes precisamente intervienen en tan necias exhibiciones. Cuando el futuro historiador de nuestra época pondere aquellos significativos detalles a los que Taine tanto valor concedía, no dejará de notar el decisivo impulso que el izquierdismo americano recibió de, por ejemplo, la mundialmente famosa cabaretera popularizadora del strip-tease, la que iba desnudándose, prenda a prenda, ante el público.



en La mentalidad anticapitalista, 1956








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