martes, abril 18, 2017

"La última ceniza", de Montserrat Martorell

Fragmento






En doce meses su vida había cambiado y él no se ajustaba a su nueva realidad de hombre separado y sin amigos. Había perdido cualquier tipo de contacto con las personas que alguna vez le importaron. Sus jornadas transcurrían casi siempre iguales: todo el día encerrado en su departamento, con las luces prendidas, esperando que algo pasara. Y lo único que pasaba eran los tacos de su vecina de arriba que golpeaban con fuerza el suelo. Como si estuviera castigándolo, como si estuviera también castigándose ella. Y así, todos los días, a la misma hora, como un calendario esquizofrénico y desolador que le recordaba que la soledad siempre puede ser mayor cuando estás encerrado en un cuarto donde la luz apenas llega, el 3B de la calle Tremps.

Casi no tenía muebles. Los había vendido todos por ciertas necesidades, pero si entrabas, tal vez sigilosamente, podías ser testigo de una mesa angosta de madera cubierta por un mantel sucio, bordado quizás hace cuántos años. A su lado, un espejo descansaba encima de un mueble grande que, lleno de polvo y roto a la izquierda, servía como refugio a tantas fotos en blanco y negro de los antepasados de su familia. “La galería del terror”, la llamaba. La cómoda había sido de sus abuelos cuando recién se habían casado y era uno de los pocos objetos que le dejaron en vida a ese nieto mayor que se llamaba Conrado. Después libros y libros en los estantes. No le gustaban las pinturas, le daban miedo. Un miedo que no era capaz de explicar y menos entender. De su más tierna infancia recordaba pocas cosas. Había bloqueado cada detalle, cada episodio. Pocas cosas perduraban en él como su incapacidad para aguantar más de dos minutos frente a un cuadro. Daba lo mismo si era un retrato de niños o de animales. Conrado se paralizaba. Ni siquiera podía contemplar con ojos de artista (que sí los tenía) esas monumentales representaciones que colgaban en el Museo del Prado de Madrid (lugar al que viajó en una época donde todavía era demasiado joven para entender todo lo que vendría tanto tiempo después). Pero en el arte, como en la historia de todos, siempre hay excepciones y las Pinturas negras de Goya eran su debilidad. Sobre todo El aquelarre o El gran cabrón, como le gustaba decir a él. “Demonios y ángeles, así convivimos todos, así nos despertamos todos cada mañana, así nos reconocemos todos, en silencio, frente al espejo. Ahí no nos podemos mentir, ahí no podemos ponernos las máscaras”, pensaba a menudo mientras abría y cerraba los ojos contemplando su figura en el ascensor del edificio de la calle Tremps.

El arte, como tantas otras cosas en sus largos años de vida conyugal, había sido uno de los temas recurrentes que ambos usaron para agredirse. Laura podía gastar fortunas en cuadros, le gustaba ir a las ferias de antigüedades y perderse buscando, encontrando cualquier cosa que la conmoviera. Para Conrado era diferente y ese interés de su mujer tenía que ver con las banderas: las banderas que todos usábamos para sobrevivir. “¿Cuál es la tuya?”, les preguntaba a sus pacientes. Estaba convencido de que todos los seres humanos teníamos una y que saber reconocerla nos convertía en lo que éramos, al menos frente a los ojos de los demás.

“La mujer que baila, el hombre que viaja, la joven que escribe, el niño que toca el piano, el abuelo que sabe de fútbol, la mujer que conoce a los pájaros mejor que a los seres humanos, los adolescentes que vibran con las ciencias o con los números o simplemente elevan un volantín de una manera casi perfecta. Todos necesitamos una bandera. A Laura la medicina no le bastaba. Por eso le gustaba la pintura, por eso le gustaba la naturaleza muerta. A Laura le gustaba todo lo que no estuviera vivo”, había escrito alguna vez Conrado.

¿Y los cuadros? ¿Por qué los detestaba tanto? Había algo más; una razón más profunda que se explicaba en el miedo que le provocaban. Cuando pequeño, tenía la imagen de haber ido al museo y aferrarse a la mano del que estuviera a su lado. Una vez alguien, una novia que quiso, le preguntó por qué se sentía así. “Es que son gente muerta, son gente muerta hace quizás cuántos siglos”, había respondido frente a Las Meninas de Velázquez. En contraposición, podía ser un gran coleccionista. Su primera obsesión fue acumular tubos de arena de cualquier lugar al que hubiera viajado. Tierra. Le gustaba juntar tierra. Tenía veinte, quizás treinta. Todos ordenaditos detrás de un mueble. Casi escondidos, pero con su origen intacto: unas letras azules revelaban cuál era el país, la ciudad y el año donde se había recogido esa pequeña muestra.

Hoy, a Conrado le dolían los tubos imperfectos. Le dolían porque le recordaban a Manuel. A su pequeño también le gustaba la tierra, la arena mojada. Cuando era un bebé lo llevaban a la playa y ahí, tan redondo como solo se puede ser a los dos años, llenaba sus pequeñas manos de arena y sin contemplaciones se le partía la boca por la sal de mar. Había heredado el gusto de su padre, pero nunca alcanzó a coleccionar nada, nada que valiera realmente la pena para los ojos de los adultos, para los ojos de una vida que exige y exige sin dar nada a cambio. La vida es justa porque es injusta con todos, repetía y repetía Conrado, mientras las imágenes de su niño se desvanecían entre las cosas que habitaban los pliegues de sus recuerdos.

No era su único pasatiempo. Conrado sabía que nadie iba a querer tener en su casa unos plásticos negros que adentro solo tuvieran tierra. Tenía que buscar otros objetos que lo transportaran a ciertos momentos, a ciertos episodios de felicidad o de tristeza, daba igual, pero que fuera cierto, que fuera vida. Por eso siguió con las cajitas. Muchas cajitas de ciudades que alguna vez visitó: La Habana, París, Roma, Atenas, Florencia o Ámsterdam. Casi quince cajitas, mal repartidas por sus colores y formas, constituían su tesoro, su marca eterna. Todas formaban un círculo sobre un piano que no tocaba nadie. Él había sido músico alguna vez, hace mucho tiempo, en otra vida, antes de que pasara lo de Manuel y asumiera que esa pasión se había esfumado con él, que ya no valía la pena seguir intentando sacar melodías de esas teclas sucias. Estaban también los libros. Tomos y tomos llenos de polvo y un Diccionario de la Real Academia Española que le gustaba consultar de vez en cuando. Libros de medicina, libros de psicología, otros de poesía, su pasatiempo de la juventud y de la madurez. En esa biblioteca nada estaba escogido al azar y ambos habían sido cautelosos en sus elecciones, sobre todo él. Años de estudio y de pensar y de volver a estudiar para finalmente haber abandonado la profesión después de tanto y tanto. Y pensar que alguna vez creyó que servía para eso, que servía para escuchar, para intuir, para descifrar al otro a través de muecas de sonrisas. “Usted va a ser un gran psicólogo”, le dijo un profesor de la facultad cuando recién empezaba esa carrera que sus abuelos no miraron muy bien. “Estudia medicina, Conrado, lo otro déjaselo a los locos”, había dicho el tata Eugenio. No le hizo caso. Nunca le hizo caso a nadie. Estaba en su sangre y la sangre, a veces, tira.

El piso de la calle Tremps era de madera y estaba cubierto de polvo. Una vez cada tres meses sacudía un poco, le pasaba un paño a la mesa y dejaba que el ruido de la aspiradora acabara con todo. Tampoco hacía la cama. Las sábanas siempre amanecían en el suelo o enrolladas en su cuello, asfixiándolo. De vez en cuando se despertaba jadeando, ahogado, asustado. “Puedes controlarlo”, pensaba él. “No son esas crisis. No son esas crisis. Mueve el dedo pequeño del pie, ahora los otros. De a poco, cada vez más fuerte. Aún puedes mover el cuerpo, los labios. ¿Puedes hablar? No te ahogues en la parálisis. Son solo dos minutos. Ese tiempo ya pasó, esos miedos ya no existen. Todo eso, lo que creías conocer de ti, fue hace mucho tiempo cuando aún estaba ella y te miraba con cara de asco”.

El olor del departamento se sentía muchos metros más allá de donde comenzaba la vida de ese psicólogo sin pacientes. Olor a aceite caliente, a sopa recién hecha, a carne quemada, a humedad, a ventanas cerradas. O se le pasaba la sal o se le quedaba prendido el horno. La comida en el refrigerador se vencía y las bolsas de basura se acumulaban en un rincón de la entrada. Era lo más chico y lo más sucio de esos ochenta metros cuadrados. El resto parecía de memoria: su habitación, los dos armarios empotrados, el televisor negro de veinte pulgadas, la máquina de escribir que no funcionaba hace quince años, los tres platos blancos de la abuela Julia pegados a la pared, la cámara fotográfica que había comprado en un mercadillo en un viaje a Dublín cuando tenía veinticinco años y las lámparas altas de peltre, que se mantenían en su familia y se traspasaban intactas y relucientes de generación en generación.

Y a pesar de todo, del gato negro que se metía en el departamento cada vez que se le olvidaba cerrar la ventana del baño, de las dos moscas y las tres polillas que no podía sacar de la pieza y de la ropa recién salida de la lavadora que quedaba colgada durante semanas en el tendedero que ponía en el living porque nadie lo iba a ver, le gustaba su hogar. Era el único lugar donde había vivido solo. Antes lo hizo con su madre, con sus abuelos y después de ellos con Laura. Por primera vez tenía su espacio y su silencio.

Por eso no era raro que, como una regla mal armada, Conrado esperara y mirara el techo y volviera a esperar mientras escuchaba cómo esa mujer pasaba por la cocina a tomar un poco de agua e iba al baño. Después venía el ruido de la cadena, los tacos otra vez y el silencio hasta el día siguiente al mediodía cuando volvía a levantarse. Siempre golpeando el suelo, siempre haciéndose sentir.








Oxímoron, 2016















1 comentario:

lester dijo...

- "Y así, todos los días, a la misma hora, como un calendario esquizofrénico y desolador": Qué culpa tienen los esquizofrénicos?