No hay nada más simple y humano que desear. ¿Por qué, entonces,
precisamente nuestros deseos nos resultan inconfesables? ¿Por qué nos es tan
difícil volcarlos en palabras? Tan difícil que terminamos por tenerlos
escondidos; construimos para ellos, en alguna parte de nosotros, una cripta
donde permanecen embalsamados, en espera.
No podemos volcar en el lenguaje nuestros deseos porque los hemos
imaginado. La cripta contiene en realidad solamente imágenes, como un libro de
figuritas para chicos que no saben todavía leer, como las images d'Epinal de un pueblo analfabeto. El cuerpo de los deseos es
una imagen. Y lo que es inconfesable en el deseo es la imagen que nos hemos
hecho.
Comunicarle a alguien los propios deseos sin las imágenes es brutal.
Comunicar las propias imágenes sin los deseos es fastidioso (como contar los
sueños o los viajes). Pero fácil, en ambos casos. Comunicar los deseos
imaginados y las imágenes deseadas es la tarea más ardua. Por eso la
postergamos. Hasta el momento en que comenzamos a entender que permanecerá aplazada
para siempre. Y que ese deseo inconfesado somos nosotros mismos, para siempre
prisioneros en la cripta.
El mesías viene por nuestros deseos. Él los separa de las imágenes
para cumplirlos. O, sobre todo, para mostrarlos ya realizados. Aquello que hemos
imaginado, lo hemos obtenido ya. Permanecen -sin ser realizadas- las imágenes
de lo cumplido. Con los deseos cumplidos, él construye el infierno; con las
imágenes no realizadas, el limbo. Y con el deseo imaginado, con la pura
palabra, la felicidad del paraíso.
en
Profanaciones, 2005
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