César Aira (Coronel Pringles, 1949) apenas concede entrevistas
en su país. “Me absorbían mucho y corté con todo”, explica. “Así me hice una
fama de ermitaño y malo, que no lo soy”. Aira está en Madrid para presentar la
biblioteca de autor que Literatura Random House acaba de dedicarle y que
incluye títulos como Las noches de Flores,
Episodios en la vida del pintor viajero
o El cerebro musical. Él corresponde
sometiéndose a un tercer grado: “Lo hago porque me siento culpable con los
editores. No soy buen negocio para ellos”.
¿Qué le parece tener una
biblioteca con su nombre?
Está bien. Me da prestigio, me pone a la altura de qué sé yo…
Saramago [ríe]. Me hincho de orgullo.
La biblioteca coincide con su libro Sobre el arte
contemporáneo. ¿Qué puede aprender un escritor de un artista como Marcel
Duchamp?
La fascinación por Duchamp me viene de que su obra es de
interpretación inagotable. También de su juego de ideas. Tiene esa mezcla
rara, y ese es uno de sus enigmas, entre intelectualidad y dadaísmo.
¿Y qué sale de esa mezcla?
Un mecanismo por el que las ideas de un intelectual inteligente
mutan en juegos sin lógica.
¿Cuál sería el equivalente
literario de Duchamp?
Podría ser Borges, aunque Borges no tenía ese costado dadaísta.
El suyo es un juego de la inteligencia transparente. Para empezar a escribir yo
necesito una de esas ideas como las de Borges: el hombre que lo puede recordar
todo, el punto donde se reflejan todos los puntos del universo. Las mías son
más modestas: una escalera por la que cuando se sube se baja… Necesito una idea
que me desafíe a desarrollarla en un relato convencional pero partiendo de algo
que no lo sea. Se lo pongo fácil al lector: ya que el fondo es difícil, la
superficie debe ser clara.
¿Cómo establece el
recorrido argumental de una idea? Algunas podrían dar de sí el doble o la
mitad.
El relato tiene que tener un marco, y el mío es de alrededor de
cien páginas. No proyecto nada, el argumento se va armando solo. A veces,
cuando paso a la computadora lo que escribo, voy mirando el contador. Con
veinte mil palabras ya sale un librito.
¿Escribe a mano?
No solo a mano sino dibujando. He llegado a cierto fanatismo en
eso. Cuando veo en la pantalla una palabra que quiero cambiar, la sustituyo
también en el cuadernito.
El arte ha asumido la revolución
de Duchamp, pero la literatura sigue siendo muy tradicional.
Si uno ve los experimentos que se hacen en las artes plásticas
o en la música se da cuenta de que la literatura tiene un sustento tradicional
del que no puede salir sin volverse otra cosa. En realidad, lo que yo escribo,
aunque me tachan de vanguardista, es bastante convencional. En la forma, quizás
no tanto en los contenidos.
Otro de sus referentes, Raymond Roussel, inventó un mecanismo para generar relatos que
a usted le parece un buen método “contra la miseria psicológica”. ¿La
psicología le parece miserable?
Yo no uso ningún procedimiento para generar relatos, aunque hay
algo de eso en la improvisación. Así me evado de la psicología. Ahora veo mucha
narrativa de jóvenes tan satisfechos consigo mismos que consideran que exponer
sus opiniones y sus gustos es suficiente. No necesitan aprender la técnica ni
molestarse en las descripciones y diálogos. Creo que eso viene de algo tan
material como el ordenador, que exige escribir a toda velocidad. No da tiempo
para la invención y tienen que recurrir a su maravillosa experiencia.
¿Se refiere a la
autoficción?
Algo así. Somos lo que escribimos. Salimos de una clase media
más o menos acomodada y nuestras vidas se han vuelto cuentos de hadas. Se nos
han solucionado todos los problemas. No tenemos más que exponer lo felices que
somos.
Me dejé llevar. Haciendo tantos experimentos, tanta cosa
distinta, uno termina escribiendo incluso una novela con intención social, como
podría parecer esa.
¿La literatura no tiene
utilidad social?
Si es literatura como arte, no. Los únicos libros que tienen
utilidad social son los best sellers,
que están llenos de información. Si alguien quiere aprender con las novelas,
que lea best sellers. La literatura
no te enseña nada más que el placer, el mismo placer que mirar Las meninas. Uno no aprende nada sobre Velázquez.
¿Y sobre uno mismo?
¿Escribiendo?
Y leyendo.
Escribiendo sí porque se ponen en claro las ideas, que generalmente
son confusas. Cuando uno las escribe comprende que no es tan inteligente como
creía. Leyendo no se aprende nada, pero se afina la inteligencia, el gusto,
pero a quién le interesa refinarse si para tener éxito hay que ser todo lo
contrario.
¿Un libro no debe tener
pretensiones políticas?
No. Si alguien usa la literatura como vehículo para transmitir
ideologías le está haciendo un disfavor. Si quieres exponer tus ideas sobre el
deterioro ambiental ya tienes Facebook y los diarios. Si no, estás buscando el
prestigio de la literatura traicionando a los que le dieron ese prestigio sin
usarla como vehículo: Kafka, Proust...
Parece tenerle un gran
respeto a la literatura, pero su obra parece una broma enorme.
No lo veo contradictorio. Siempre pensé que a cierta edad lo
mío sería la elegante melancolía. Hago todo lo posible, pero lo que escribo no
me sale ni elegante ni melancólico. Me sale el juego. Tengo una veta infantil
fuerte. Si tuviera que definirme diría que escribo libros infantiles para
adultos, juguetes literarios para adultos que hayan leído a Lautréamont.
Alguna vez ha dicho que le
interesa más lo nuevo que lo bueno. ¿Lo nuevo no caduca?
Había trampa: lo nuevo también tiene que ser bueno. La apuesta
del escritor es que lo que hace cambie algo. Hay mucha industria literaria pero
poca historia de la literatura. Nada cambia, todo es marcar el paso. Se siguen escribiendo
buenas novelas, incluso buenísimas novelas, ¿y qué? Todo se estancó. Se estancó
en lo bueno.
¿Quiénes fueron los últimos
que cambiaron algo?
Kafka, Borges.
En El congreso de literatura se propone clonar un genio y elige a Carlos Fuentes. ¿A quién clonaría
hoy?
A Vargas Llosa. ¡Un ejército de Vargas para conquistar el
mundo! Lo de Fuentes lo hice con cariño, era buen amigo. Me devolvió la broma
haciendo que me dieran el Premio Nobel en una novela suya.
Si se lo dieran le harían
una faena. Adiós a su reputación.
Lo aceptaría por la plata. Este año estuve finalista en un premio
y empecé a gastar imaginariamente. Cuando no lo gané me sentí tan pobre... Pero
entiendo que no me den premios. Los que los dan tienen que justificar que los
conceden porque el autor trabaja por los derechos humanos. ¿Qué iban a decir de
mí? ¿Que me lo dan porque soy bueno? Eso no se ha hecho nunca.
en
Babelia, El País, 24 de junio de 2016
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